Gracias a la recomendación de Diana —la misma que conocí en el Pasaje Cervantes— terminé en el Lost & Found VII Aniversario, una feria dedicada al coleccionismo, el vintage, los vinilos y la cultura independiente de Medellín.
Se celebró del 18 al 20 de julio, en la terraza del Centro Comercial San Diego, piso 10.

El ambiente era perfecto: calor de ciudad, música girando en tornamesas, y un público que mezclaba estilos y generaciones.
Entre puestos de ropa, cámaras análogas, fanzines, discos y cassettes, el festival respiraba lo que más me gusta de Medellín: comunidad, intercambio, energía real.

Había selektors sonando durante todo el día: El Último Romántico, Muchacumbia, Rubia de Oro, Indio Afrikano, Dan Dub, y otros que se sumaban al rugido colectivo.
Era más que una feria — era una celebración del sonido y de todo lo que crece alrededor de él.

Y fue ahí, entre vinilos, conversaciones y bajos profundos, donde me topé con algo que me voló la cabeza: una estructura colorida, pintada a mano, con un jaguar rugiendo al frente.
No era un adorno. Era El Yaguareté.
Y sin saberlo, estaba frente a una pieza clave de una subcultura que no conocía: la tradición de los picós colombianos.

EL DESCUBRIMIENTO – LOS PICÓS

Entre los puestos de vinilos y las cabinas de los DJs, una escena se robó toda mi atención.
Una DJ estaba sonando música frente a una torre enorme de bocinas decoradas con colores imposibles: amarillo, verde, naranja, neón.
En el centro, un jaguar rugiendo con los colmillos al aire.
En letras grandes se leía: EL YAGUARETÉ.

Me acerqué sin saber muy bien qué estaba viendo. No era un equipo normal. Era un cuerpo vivo, una escultura de sonido, pintura y energía.
La DJ giraba vinilos mientras el aire vibraba, y detrás de cada golpe de bajo parecía haber una historia más profunda.
Pregunté y alguien me explicó: “Eso es un picó.”

Nunca había escuchado el término, pero en Medellín —y en Colombia en general— los picós son algo más que parlantes.
Son una tradición nacida en la costa Caribe, especialmente en Barranquilla y Cartagena, donde desde los años 60 la gente armaba fiestas callejeras con torres de sonido pintadas a mano.
Cada una tenía un nombre, una identidad, un territorio.
Eran templos del ritmo: cumbia africana, champeta, salsa brava, reggae, y todo lo que hacía mover el cuerpo.

Con el tiempo, esa cultura del sonido viajó montaña arriba, y hoy sigue viva en ciudades como Medellín, donde se ha mezclado con el techno, el hip hop, el punk y la electrónica alternativa.
Ahí entra el Yaguareté: un picó moderno, hecho a mano, que mantiene la estética feroz y el espíritu comunitario de sus raíces.
Su lema lo dice todo: “El que más ruge.”

El Yaguareté @yaguarete.pico
es parte de una nueva ola de picós colombianos, una generación que rescata la tradición del sonido callejero y la combina con nuevas influencias visuales y sonoras.
Es arte popular, pero también diseño, identidad, resistencia.
Un símbolo del DIY tropical, del poder del ruido y de la comunidad.

LA NUEVA OLA DE LOS PICÓS

Los picós nacieron hace más de medio siglo en la costa Caribe colombiana.
Eran mucho más que equipos de sonido: eran territorios, familias, comunidades enteras reunidas alrededor del ritmo.
Cada torre tenía nombre, diseño, colores, lemas y una historia que se transmitía por generaciones.
El sonido era identidad.
El bajo, resistencia.

Con el tiempo, esa cultura sobrevivió a prohibiciones, crisis y estigmas.
Hoy, renace con fuerza en una nueva ola de picós que han llevado esa energía del Caribe a otras partes del país — incluyendo Medellín.
Lo que antes era una fiesta callejera ahora también habita ferias, raves y espacios culturales alternativos.
El espíritu es el mismo: ruido, color, comunidad.
Pero la forma ha mutado.
Ahora los picós dialogan con el techno, la cumbia digital, el dub, el punk y la experimentación electrónica.

El Yaguareté no está solo.
Forman parte de esta nueva generación otros nombres que siguen rugiendo desde diferentes rincones de Colombia:

Cada uno tiene su estética, su historia y su rugido particular — torres pintadas con tigres, máscaras, santos, cuerpos en trance, paisajes psicodélicos y frases que funcionan como manifiestos de barrio.
Son arte callejero con propósito: visual, sonoro y emocional.

Lo que me impresiona de esta nueva ola es cómo conecta mundos que parecían opuestos:
el punk con la cumbia, la feria con el rave, lo artesanal con lo digital.
Todo vibra bajo una misma idea: hacer ruido para existir.

Y así, entre montañas y bajos, entendí que el underground colombiano no se define por el género ni la hora del día.
Se define por la gente que construye su propio espacio, que pinta sus propios símbolos, que levanta el volumen aunque nadie los esté mirando.

El Yaguareté ruge, y detrás de él ruge toda una cultura.
Una que no se apaga — solo se transforma.

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